La enseñanza de Jesús sobre ser como niños surge a raíz de una pregunta crucial hecha por sus discípulos: “¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?” En lugar de ofrecer una lista detallada de cualidades deseadas, Jesús simplemente tomó a un niño y lo puso delante de ellos. Señalando al pequeño, dijo que quien quiera ser grande debe volverse como ese niño. A primera vista, esto puede parecer contradictorio. Un niño no lleva la responsabilidad pesada que decide el rumbo del mundo; tampoco se preocupa por sustentar las necesidades diarias o participar en asuntos fundamentales para la sociedad. Incluso su pequeña estatura puede hacerle pasar desapercibido. Sin embargo, Jesús veía algo más profundo en este niño – características esenciales que los adultos necesitan recuperar. Los niños tienen una capacidad innata para disfrutar cada día sin preocupaciones ni ansiedades. Se despiertan con ganas de jugar y explorar, confiados en que sus padres cuidarán todas sus necesidades. No pasan horas preocupándose por la comida o cualquier otra necesidad diaria; juegan tranquilos porque saben que hay alguien velando por ellos. Cuando necesitan algo, van directamente a algún adulto y lo piden con confianza sencilla y directa. Si se lastiman buscan consuelo inmediato en su madre o padre; muchas veces basta un beso o caricia para secar las lágrimas y devolverles la alegría. Además, los niños poseen una admirable capacidad para perdonar rápidamente y seguir adelante sin guardar rencor ni buscar venganza – algo tan difícil para nosotros adultos. También tienen una imaginación rica capaz de soñar grandes cosas sin cuestionamientos ni desconfianza constante. Y sino fuera esto suficiente agregale que hay una simplicidad en su diario vivir. Que nosotros necesitamos retomar.